Parcelero y paria

Hay días que entro a Facebook y casi lo único que hago es correr mi página hacia abajo sobrevolando la cantidad de publicaciones que no me interesan. Sí, son más las que no me interesan que las que leo y si me agarra lo suficiente doy el paso de abrir la página que está detrás del pequeño cuadro de FB. Pocas veces encuentro una gema que consume totalmente mi atención, principalmente si se trata de alguna causa social, algo relativo a la música o el arte o algún tema espiritual no religioso. Pero todas tienen en común que siempre son gemas que tienen que ver con esa maravillosa interconexión humana cuyas ramificaciones tocan tantos aspectos de nuestras vidas.

"Estos seres humanos que no cesan de maravillarme", comentario que tanto uso en la red social, no alude solamente a compañeros terrícolas que sobresalen por acciones que la mayoría encuentra admirables. Curiosamente me sorprende también encontrar pepitas de oro en mis compañeros homo sapiens que dan supuestas notas discordantes que sacuden las jaulas de aquellos que viven en grandes palomares... cada uno encajonado dentro de parámetros rígidos de prejuicios y juicios heredados sin haber sido nunca analizados, retados, comprobados y mucho menos entendidos.

Hace unos días topé con el escrito de Pedro Cabiya en una publicación de la organización mediática 80 Grados, bajo el simple título "Parcelero". Esa entrada y las fotos que la acompañaban las sentí como un lanzallamas. Inmediatamente me indentifiqué con su postura en cuanto al uso del adjetivo "parcelero" para catalogar a alguna gente, denominador que en nuestros tiempos se ha tornado despectivo. En ese momento recordé una entrevista al actor Sean Pen que había visto en televisión, en la cual le preguntan directamente si él se ve o se siente como un "paria" y él contestó aún más directamente que sí.

Los parceleros de hoy día somos los nuevos parias... incluyéndome basado en que soy como Cabiya y Pen en nuestros comienzos similares en estas vidas que hoy llevamos. Nuestras opiniones incomodan por no ser política ni socialmente correctas. Decimos las cosas sin adornos firulísticos, sin los clisés que estén de moda, sin aspirar a sonar poéticos ni eruditos, usando las menos palabras posibles, sin subterfugios tontos... en nuestro decir boricua: al pelao.

Leer a Cabiya y escuchar a Pen me motiva a contarte la historia de este parcelero ponceño que habita en mi cuerpo.

Como verás, procedo de una familia sumamente pobre y marginada. Cuando llegué al mundo en 1956 mi primera vivienda era una diminuta caja de madera dividida en cuatro partes iguales por paredes de cartón. El baño y la letrina hechos de viejas planchas de metal estaban en el patio. La casa ubicaba en la entrada oeste a Ponce, en el entonces arrabal conocido como Los Pámpanos, colindante con la Hacienda Matilde. Era una hilera de casuchas "primarias" a lo largo de la entonces llamada "Carretera de Guayanilla" - la Ramal 2 - que al seguirla hasta la calle Villa lleva el tránsito hasta el centro de la ciudad. Entremedio de muchas casitas había - y todavía quedan - callejones que llevan a muchas otras secundarias atestadas no vistas desde la carretera.

Nuestro callejón era el primero. Para llegar hasta mi casa uno prácticamente tenía que atravesar el legendario cafetín La Parada Yaucana de la familia de don Rolando Marfisi que hasta el sol de hoy todavía sirve las frías en el primer semáforo de la ciudad desde el oeste, cerca de la estación de gasolina Shell de don Cirilo Padín que también todavía está allí.

Por el oeste corría el entonces río Cuquito (ahora río Cañas) que con cada lluvia - escasa en Ponce - inundaba todo el vecindario. Los niños del lugar gozábamos cuando bajaba el agua y los patios de tierra rasa quedaban suavecitos y compactos. Casi ninguno tenía juguetes comprados.

Mis vecinos eran mayormente jornaleros de la caña y trabajadores no diestros que iban de chiripa en chiripa donde hubiera trabajo. Mi padre era chofer de la Línea el Día y hacía un viaje casi diariamente ida y vuelta entre Ponce y Mayagüez. La comida escaseaba pero nunca faltó. El plato (o tazón) normal era el funche, a veces con habichuelas y en casos raros con trazas de bacalao. Cualquier padeazo de animal o producto "alimentario" de la PRERA que obtuviera uno de los hogares inmediatos siempre era compartido con los demás.

Sí, éramos pobres, incultos, poco finos, no educados... parceleros sin parcelas porque el terreno era público, pero parceleros en el sentido contemporáneo que nos dan.

Hoy día veo muchísimos elegantes parceleros disfrazados, de esos que se consideran mejores que nosotros solamente porque lucen carros, casas, ropa, cónyuges, conexiones sociales-políticas, amigos y hasta perros "de marca". Triste es ver tantos caparazones de carne y hueso siguiendo ciegamente sistemas que manipulan sus emociones promoviendo diferencias entre unos y otros para poder controlarlos nutriéndoles la sarta de temores que los dominan. Viven en un mundo de fantasía porque nunca tuvieron el privilegio de conocer la vida pobre, dura, necesitada... la vida real del mundo material.

Vaya a mis compañeros parceleros mi solidaridad ante el desprecio de tanta gente inconsciente a la realidad invisible que está detrás de esta realidad material. Y a todo acusador de los parceleros le dejo esta pregunta: "¿Te crees mejor que nosotros aún con tu aire de superioridad falsa, con tu total carencia de empatía, con tu incapacidad de ver más allá de tus ojos?